Mgter. José A. Zanca
La cuestión está en saber si hemos de contentarnos con un cristianismo de fachada, y si una ciudad es cristiana porque alza la cruz en las procesiones y enseña el catecismo en las escuelas, o si la cruz ha de ser llevada por nosotros como la llevó nuestro Dios y Señor.
Rafael Pividal
Esta ponencia intenta comunicar algunas reflexiones a las que hemos podido arribar hasta el momento, en el marco de la investigación sobre el desarrollo del humanismo cristiano en el campo intelectual católico argentino. Es por eso que la temática se apartará, en alguna medida, de la figura de Jacques Maritain, para enfocarse en sus seguidores argentinos de los años treinta y cuarenta.
Los años treinta: la “desprivatización” religiosa
En 1935, un año después de la celebración del Congreso Eucarístico Internacional, Julián Alameda publicaba una extensa obra, de mas de mil páginas, finamente ilustrada con dibujos de Juan Colone Isaia. “Argentina Católica”, su título, intentaba reflejar el esplendor que en pocos años había adquirido una institución (y un campo intelectual) que hasta fines de los veinte ocupaba un lugar subordinado, casí oscuro en la actividad científica, artística o historigráfica. Alameda describía la innumerable lista de obras pías, asociaciones, congregaciones masculinas y femeninas; en fin, el gran abanico del catolicismo argentino. Con lujo de detalles, las fotografías exhibían un aspecto que obsesionaba a las más altas jerarquías ecelsiasticas: la presencia pública del catolicismo, aquellas obras que lo hacían más visible. Esas construcciones que le recordaban a las oleadas de inmigrantes el “carácter esencial” del católico pueblo argentino: las catedrales, las iglesias, los conventos.
Este despliegue contrastaba con la dura realidad política y económica, mucho más sombría de los años treinta. La restauración conservadora trajo de nuevo un proyecto tan peligroso como inviable: la conservación del poder por un sector de la élite, al costo de la degradación de la totalidad del sistema político. Esa dirigencia equilibrista, encarnada Agustin P. Justo, navegaba entre las presiones de distintos sectores políticos, en un sistema que se tornaba, paradójicamente, cada vez más mezquino. En ese marco, el liberalismo perdió legitimidad en destacados sectores de la intelectualidad local. ¿Cuánto y cómo? Por lo menos entre los intelectuales católicos, las críticas al liberalismo se convirtieron en un discurso estructurante de su nueva identidad. Aunque no identifiquemos la crisis con un modelo ideológico particular, debemos reconocer la mutación en el imaginario social que organizaba el comportamiento de muchos actores sociales. En otras palabras, la crisis se expresó en una disyuncion entre lo que debería ser y lo que es.
Los trabajos sobre este período han señalado la confluencia entre el pensamiento católico y el nacionalismo, entendiendo que ambos compartían un conjunto de ideas comunes (la restauración de las jerarquías, el antiliberalismo, un esencialismo cultural, el autoritarismo político, etc), y numerosos espacios sociales y culturales. Se ha indicado la superposición de personajes que militaban en organizaciones laicas de la Iglesia, y en muchas agrupaciones nacionalistas, así como el sutil (y a veces no tanto) guiño de la jerarquía hacia sectores que demostraban con más ahínco oponerse al “liberalismo laicista”, compartiendo su misma vocación anticomunista.
Sin negar lo precedente, creemos que para comprender la emergencia del humanismo cristiano y su impacto en el campo católico, es necesario redefinir algunos términos del problema. Proponemos encuedrar la presencia pública de la cuestión religiosa, y de la Iglesia católica y sus instituciones, en el proceso de “desprivatización” religioso que ha descripto Julián Casanova.[1] La “desprivatización”, junto a la separación de esferas (lo público y lo religioso), y a la disminución de la práctica religiosa, forman los tres componentes esenciales del concepto de secularización que, según Casanova, se ha impuesto en occidente. Si bien es cierto que podemos registrar un proceso de mutación en los tres aspectos durante los años ‘30 y ‘40, nos interesa particularme la “desprivatización”, en tanto revela un marcado interés de distintos sectores religiosos por redefinir su participación en la esfera pública. Este proceso de “desprivatización” produjo un engrosamiento de las filas del laicado católico, expresado en un incremento de sus instituciones; y en el caso de los intelectuales, en el aumento de publicaciones, editoriales, y el surgimiento de un verdadero campo, con tradiciones, marcas, jerarquías y mecanismos de consagración, consolidado hacia mediados de los años treinta. Este engrosamiento, sin embargo, no fue gratuito. De hecho, tendrá, por lo menos, dos consecuencias destacables: en primer lugar, el avance de la religión en la sociedad llevaría a una “pluralización hermenéutica”. Más allá de los típicos mecanismos de control que el poder religioso tenía sobre los fieles, este rápido y enérgico crecimiento produjo la multiplicación de las formas de entender los límites de “lo católico”, muchas más interpretaciones de las que el campo religioso-intelectual podía administrar en forma “ordenada”. En segundo lugar, la “desprivatización” consolidó una mutación en la esfera central de la religión: el espacio ritual. Así como desde fines del siglo XIX el ritual se ceñía a la práctica privada del culto, en los años treinta ese ritual de reproducción del vínculo religioso se duplicará en el uso de instrumentos propios de la esfera pública. La multiplicación de publicaciones, su repercusión pública, y el aumento de las organizaciones identitarias del catolicismo, así como la valoración de la “faz pública” de las masivas ceremonías del Congreso Eucaristo de 1934, son exponentes de este fenómeno. Esta necesidad de “salir a la calle”, también se observa en la punición discursiva que los intelectuales católicos dirigían hacia los feligreces “domingueros”, que sólo eran católicos en la Iglesia, y no “integralmente”; una práctica religiosa que fue impugnada como “farisea”. Estas premisas nos conducen a caraterizar el período que se abre a partir de la Guerra Civil española, como el inicio de una larga crisis en el campo intelectual católico. Esta crisis se demuestra por la innumerable progresión de conflictos que trajo aparejada esta nueva forma de ritual público. Son múltiples los testimonios que revelan que la Acción Católica, dado su estricto control por parte de la jerarquía, era un institución demasíado “timorata” para contener y soportar los conflictos que laceraban al catolicismo en esos años. Para un número importante de católicos, las certezas que le brindaba esta nueva presencia pública, esta “revancha” contra el liberalismo, producto del proceso de “desprivatización”, comenzaba a generar cada vez más dudas. Los nuevos intrumentos de la fe, que consolidaban el imaginario de un catolicismo monolítico y triunfante, que avanzaba en la cristianización de la sociedad, se quebró a partir de que esos mismos ámbitos públicos, fueron testigos de la pluralización indetenible de las opiniones, y la incapacidad de ese mismo campo para reformularse y convivir con esas diferencias.
Los primeros balbuceos del humanismo cristiano se definían en torno a una particular antropología, caracterizada por revalorización de la naturaleza humana, dotada de inteligencia, autonomía para razonar, e historicidad. Esta antropología modificaba el lugar del laico en la estructura de la Iglesia, y mostraba una ruptura con el modelo jerárquico impuesto en el campo católico desde la década de 1920. Esta concepción es sólo en parte novedosa, si tenemos en cuenta que desde fines del siglo XIX, hasta que terminó la segunda década del siglo XX, el laicado tenía un rol protagónico en el despliegue social y político de la Iglesia. Ese movimiento católico, independiente de la jerarquía, fue literalmente aplastado por estructuras centralizadoras como la UPCA (Unión Popular Católica Argentina), en 1919, y la ACA (Acción Católica Argentina) en los años treinta. Estas organizaciones agruparon al laicado, que era vigilidado atentamente por la jerarquía. Al mismo tiempo, la conducción eclesiástica desalentó a aquellos que, con vocación política, intentaban participar como católicos a través de una agrupación propia. Desde fines de la década de 1910, los démocrata cristianos – una agrupación que no tenía el significado político que tendrán las organizaciones homónimas de mediados del siglo XX -, se tornó un sector sospechoso para los obispos, y de hecho le fue negada la autorización para seguir funcionando. Sin embargo, buena parte de los militantes demócrata cristianos formaría a fines de la década de 1920 el Partido Popular, imitando el modelo de Luigi Sturzo en Italia. Más allá de la escasa presencia de este nuevo experimento político, nunca desapareció del laicado un núcleo de figuras que pretendía participar en la esfera pública, con organizaciones identificadas con el catolicismo, que al mismo tiempo no estuvieran subordinadas totalmente a las autoridades eclesiásticas.
No es de estrañar, en este cuadro, que los debates más virulentos sobre las distintas concepciones de la Iglesia se dieran en las fronteras del campo, e incluso en áreas contiguas del exterior. El debate más célebre (de los tantos en que el catolicismo se inmiscuyó a lo largo de la década) fue el que involucró a Jacques Maritain, por su neutralidad frente a la guerra en España, y que se libró el año posterior a su visita a nuestro país, en 1936.[2] Es hipótesis de este trabajo, que los seguidores argentinos de Maritain lograron a través del filosofo francés poner en palabras una sensibilidad que se desarrollaba desde los años veinte. Esa cristalización significaba una transición en los ejes centrales del discurso de los maritenianos: de evaluar la realidad, pero especialmente la política, en función de los derechos de la Iglesia, se pasaba a poner el acento en los derechos del hombre. Esa transición tuvo como ejes centrales la reivindicación del rol e independencia del laicado, y de la evangelización de la sociedad, en oposición al modelo de cristianización que postulaban los nacionalistas, basado en una conquista del Estado. Para ejemplificar esta hipótesis analizaremos dos figuras centrales entre los primeros defensores del pensamiento de Maritain en Argentina, Rafael Pividal y Augusto Durelli; así como uno de los detractores del filósofo francés, el padre Gabriel Riesco.
Rafael Pividal o la modernidad alternativa.
Desde 1919 se reunían en casa de Maritain los Circulos Tomistas, un ámbito para la discusión teológica, en la que participaron las más importantes figuras del pensamiento católico francés. Su constitución formal se producirá en 1921. Rafael Pividal, algo más joven que Maritain, estudió y se doctoró en Ciencias Políticas en la Sorbona, y participó de los Circulos en la década del veinte, conformando un nexo entre la cultura católica francesa y la argentina en los años treinta. Sus textos, más allá de la prensa católica, eran recogidos por Sur y La Nación. Hacia principios de los cuarenta encabezaría junto a otros católicos la revista Orden Cristiano, el proyecto más ambicioso – y también más conflictivo – que hasta ese momento desplegarían los seguidores de Maritain en la Argentina.
En 1931 Pividal publicó una extensa y erudita obra, El Renacimiento del catolicismo en Francia, donde describía detalladamente las ideas de los principales autores que habían emprendido la tarea anticientificista, y colaborado para el destronamiento del positivismo como filosofía del conocimiento y sentido común de los medios intelectuales franceses.
En su análisis y más allá de las diferencias, Pividal priorizaba el “proyecto común” de los autores que habían devuelto el catolicismo al espacio público en Francia. Colocaba por sobre otras consideraciones, su antipositivismo y la prédica antideterminista de Boutroux, Bergson, Le Roy, James, Delacroix, Blondel y en todos los casos, Maritain. El texto exponía el acuerdo básico, la reivindicación del espiritualismo, pero también revelaba los primeros atisbos de desacuerdo en la tarea constructiva de un orden alternativo a la modernidad “atea”. Pividal rescataba la filosofía de la acción, en la cual Blondel planteaba que el problema del hombre moderno era la búsqueda en vano de la satisfacción terrena de sus ambiciones. Blondel le ofrecía al hombre la trascendencia como el verdadero cántaro donde saciar su sed espiritual:
Para Blondel la acción es una necesidad; más todavía, es una obligación forzosa. El hombre está constreñido a obrar […] Este hombre está persuadido de que sólo ambiciona un pedazo de tierra; pero una vez que lo tenga querrá otro pedazo más u otra cosa más, y su ambición crecerá mientras viva. Esto quiere decir que se ha equivocado sobre lo que realmente quería; que su aspiración era mediocre y limitada sino insaciable e infinita.[3]
Pividal reconocía que Blondel partía en sus afirmaciones de la naturaleza humana, y no de la acción divina; y que, por otro lado, su afirmación de que la acción precedía a la certeza iba en contra de una interpretación racional de la divinidad contenida en la teología, y que tal afirmación había sido condenada junto con el modernismo. “Blondel también es un anti-intelectualista, rechaza más que nadie los argumentos racionales como preliminares de la fe y, por consiguiente, las pruebas clásicas de la existencia de Dios”.[4]
La valoración de Blondel contenía, por otra parte, una afirmación que contradecía la particularización del discurso católico de los años treinta. Blondel afirmaba la “transnaturaleza” de los infieles, y la acción de la gracia también en ellos. “La gracia los trabaja del interior como un fermento” afirmaba, “les impide dormirse en la pura naturaleza; si así no fuera ¿cómo podrían salvarse esas almas que están convidadas a la gloria so pena de perdición?”.[5] Esta mirada sería recogida, como afirma Theobald, en buena parte de la filosofía que sustentó el Concilio Vaticano II.[6]
Cierto es que la posición de Blondel era declaradamente distinta a la de los modernistas, como a la de los tomistas. Entre unos y otros, Blondel va a reivindicar los derechos de la tradición, principio que religa la historia y los dogmas. “La tradición retiene del pasado menos el aspecto intelectual que la realidad vital: recapitula en cada instante, dentro de su continuidad, una experiencia espiritual colectiva…”[…] “…no concibe la vida cristiana en la riqueza de sus formas sino como un estimulo que le permite alcanzar y captar históricamente una realidad trascendente”.[7] Por un lado rechaza el extrinsecismo tomista: esta postura afirma que la Biblia se halla garantizada en bloque, no en razón de su contenido, sino por el sello externo de lo divino ¿Para qué verificar cada detalle? Luego, con los descubrimientos científicos, se entra en una crisis, en la que el exitrinsecismo no puede más que resistir desesperadamente. El apologista parte del hecho, del cual deduce lo milagroso, de ahí lo divino, y finalmente, lo sobrenatural. Blondel rechaza esta distinción radical entre fe (producida por la gracia) y certeza (donde la gracia no interviene, sino la razón).
¿Qué hay de Maritain en Pividal, que parece no temerle al contacto con la herejía?
Al igual que otros autores que más tarde adscribirían en forma militante al humanismo cristiano, Pividal delineó una conducta intelectual que lo distinguiría de sus pares en los años treinta. Sus referencias a las contradicciones del positivismo nunca dejaban de reconocer la autonomía de las ciencias, ni su estatuto epistemológico. Pividal no buscaba “teologizar” la ciencia, sino que aspiraba a limitar su campo de acción, evitando que sus conclusiones se proyecten como filosofía de vida. “Se han precisado tres siglos de olvido para que los filósofos y los sabios se convenzan de que no pueden conocer el por qué de las cosas. La reacción operada ha ido, sin embargo, demasiado lejos. Ciencia y metafísica no deben contradecirse ni desenvolverse en planos divergentes”.[8]
Pividal gustaba de habitar en la frontera. Al igual que Maritain, con las categorías disponibles lograba crear un ámbito de opinión que se presentaba autónomo de la requisitoria jerárquica. Cita y analiza a Le Roy – un declarado modernista – y si bien reconoce la condena, él no parece condenarlo en forma taxativa. Lo mismo sucede con Bergson y Blondel, cuyos libros se encontraban en el índex. En la predica del humanismo cristiano – apenas perceptible en el Pividal de 1931-, se reclamaba un espacio de debate al margen del dogma; un territorio en el cual los laicos pudieran ejercer la crítica.
La operación intelectual de Pividal consistía en rescatar al hombre del positivismo, criticándolo por su determinismo deshumanizante, por su negación del libre albedrío. Sólo sutilmente va a intentar rescatar al hombre como hombre, una tarea que hasta ese momento no se atrevía a expresarse en forma pública. Pero Pividal también marcaba sus límites: no pactaba con el siglo, ni daba lugar a dudas sobre su rechazo al modernismo. Sin embargo, se oponía de plano a la idea de restauración de la Edad Media, al igual que rechazaba la filosofía de Maurras. “Los tomistas” señalaba, “son antimodernos en la medida en que prefieren el culto a Dios al culto al hombre […] Pero no pretenden resucitar el pasado. Saben que el curso del tiempo es irreversible […] Lo que quieren los católicos es infundir en el mundo de hoy los principios espirituales del cristianismo, informar su filosofía, sus ciencias, su economía, su política, su derecho, su arte”.[9] Sobre Maurras sería taxativo, “Político fogoso ha sido seguido por gran número de católicos. Pero esa alianza es muy arriesgada. M. Maurras es un pagano. No ve en la Iglesia nada más que lo exterior, sus bienes temporales”.[10] Años después reconocería haber sido “tentado” durante su estadía en Francia: “Confieso que leí al gran pagano, que lo leí con fruicción ¿Llegó a conquistarme? ¿Cedí a su influjo poderoso? ¿Me sedujo la sirena de su canto? No lo creo; algo en mí se resistía a identificar el catolicismo con la latinidad. Este ropaje de la historia me parecía un lastre demasiado pesado para emprender la conquista del porvenir”.[11]
Pividal celebraba el resurgimiento del tomismo como filosfía del ser, lo que entendía como una reaparición de la realidad en el pensamiento. Maritain aparecía como el apostol de ese resurgimiento que, si bien tenía un carácter confrontativo con la modernidad, no debía llevar a un movimiento reaccionario. “El reino de Jesucristo no es de este mundo y el primer cuidado de un cristiano debe ser el de salvar su alma”. Sin embargo, de ninguna manera puede ser calificado como “católico liberal”, un argumento despectivo que utilizaban los opositores a Maritain en el período de la entreguerras. «…desconfiemos de los creyentes que no son proselitistas. Por lo demás la religión no puede ya quedar confiada en las conciencias, como lo quiere el laicismo.»[12]
A pesar de los límites autoimpuestos y las sutilezas de Pividal, la crítica a su libro y su mirada sobre los motivos del Renacimiento… no se harían esperar. Antes que finalice 1931 – y al tiempo que agonizaba el proyecto político del general Uriburu -, Julio Meinvielle, desde las páginas de Criterio, parecía detectar en la voluminosa obra un principio de defección. Meinvielle rechazaba a algunos de los “sospechosos” reivindicados por Pividal: “Creo que andan errados los que buscan las causas del renacimiento católico en la superación del cientismo realizado, por ejemplo, por Bergson. El resurgimiento católico es el resultado de un proceso católico que podemos esquematizar así: De Maistre – Veuillot – Hello – Bloy, en la línea de la inteligencia, Ozanam en la línea de la voluntad…”.[13]
La posibilidad de rescatar algo de la naturaleza humana le parecía a Meinvielle una peligrosa concesión. “Lo sobrenatural no está postulado por la vida humana. Hay sí, en el hombre, capacidad obediencial a la vida divina; esta vida por su parte armoniza admirablemente todas las exigencias de la vida humana, asegurándole la plena salud». Si había algo para rescatar de Maritain – de quien, como confesaría Meinvielle tiempo después, se estaba alejando aceleradamente en esos años –, eran aquellas páginas “en que se trata de acentuar la divina trascendencia de la Iglesia”.[14]
Las diferencias, a medida que las opciones de la política europea y local se hicieran cada vez más impostergables, se agudizarían. El acuerdo básico, sin embargo, parecía mantenerse a principio de los años treinta. La reivindicación del humanismo “a secas” era inviable, ya que el error moderno consistía justamente, en haber pretendido erigir una orden social al margen de la sanción religiosa.
Hacía 1937, cuando Maritain tome posición respecto a la Guerra Civil española, y se oponga a que los católicos participen en organizaciones fascistas, la diferencia se hará insalvable. Ya muchos de los intelectuales católicos argentinos, en especial quienes concurrían a los Cursos de Cultura Católica, aparecían adscriptos al credo nacionalista. No es casual, en este contexto, que Pividal y el grupo que lo rodeaba se dedicara a la traducción de obras de Maritain de carácter filosófico – político, sin descuidar las de filosofía especulativa. Su lectura de Maritain pretende desligarlo de toda prédica reaccionaria. En una nota de su autoría recomienda a quienes estuvieran tentados a este tipo de interpretaciones la lectura de Du Régimen temporel et de la Liberté, para que verifiquen cual era la opinión de Maritain en materia social. “Pero un nuevo orden humano, aunque fuera el ‘orden latino’ al que aspira Maurras, no puede bastar. Es inútil salir de un naturalismo liberal para caer en un naturalismo autoritario, como nos dan algún ejemplo los flamantes regímenes de Europa”.[15]
En 1941 aparecía el primer número de Orden Cristiano, un emergente de la crisis del campo católico, cruzado por el posicionamiento frente a la II Guerra y los movimientos fascistas. Rafael Pividal funcionó como inspirador de la publicación, y redactó la declaración de principios de la publicación, demostrando un seguimiento muy estrecho con la obra de Maritain, con quien sabemos, mantenía una asidua correspondencia. Allí Pividal afirmaba que el peligro para los cristianos “…no viene siempre de afuera, sino del seno mismo de la comunidad […] y son a veces las herejías más destructivas”. Sus enemigos, los católicos nacionalistas “…toman al catolicismo como un partido y no como la religión de la Verdad” sosteniendo que los que pretenden enfeudarlo en esas “…divisiones geográficas, raciales o culturales obedecen a inclinaciones que no tienen nada que ver con el puro amor a Dios”.
La declaración (uno de sus últimos escritos), avanzaba en una reivindicación mucho más explícita del humanismo cristiano. Si la primera ley es amar a Dios sobre todas las cosas “…el segundo es amar al prójimo como a sí mismo”. “En la base de la cultura cristiana está el concepto cristiano del hombre, la antropología cristiana” que no es partidaria ni de la “bondad absoluta” (como la de Rousseau), ni absolutamente pesimista (como la de Freud) “…en el que el hombre está sujeto a las tristezas del pecado. “Alguien ha dicho con verdad que ser cristiano es ser un santo”. Retomando a Maritain, Pividal criticaba a los católicos por su inconstancia:
Las ideas que forman el programa del liberalismo respecto del individuo: tolerancia civil, justicia entre los hombres, paz internacional, son ideas cristianas. Si es cierto que estas ideas han sido desafectadas y puestas al servicio de una falsa filosofía, no es menos cierto que son buenas en sí mismas y que son producto del fermento evangélico puesto por Cristo en la Sociedad…[16]
Quienes se opusieron al bando franquista no lo hicieron sólo por estar unidos a la tradición liberal. Como hemos visto, este calificativo es inaplicable para Rafael Pividal. Pividal había traducido al castellano Tres Reformadores, de Maritain, donde la tradición liberal, asociada al pensamietno de Lutero, Descartes y Rousseau, era duramente enjuicida. De hecho, Pividal no segmentaba su rechazo al liberalismo de la cuestión social, y creía que ambos elementos eran concurrentes. El racionalismo cartesiano, desde su perspectiva, había encumbrado la noción de una sabiduría natural “independiente del dato revelado”. Esa separación de la criatura respecto de lo divino, esa soberanía exclusiva y excluyente, explicaba la adoración del hombre moderno por dos señores que, como creía San Mateo, eran incompatibles: Dios y el dinero. En el mismo movimiento, Pividal rechazaba al liberalismo, filosófico y económico, como esencialmente anticristianos. Ese afán de lucro había conducido a la conflictividad social del siglo XIX, y cuando los trabajadores se organizaron en un partido para defenderse del capitalismo “ese partido no es cristiano”. Frente al socialismo, el católico que ve al “pueblo inclinarse hacia la izquierda” adoptaba dos posturas. La primera, que asocia al fascismo, cree que “no hay más actitud para el católico que la defensa, más deber de aguerrirse y montar guardia sobre la ciudadela de nuestra religión”; estos católicos quieren estructurar un orden autoritario y hasta tiránico “pues el pobre es digno de todo amor mientras acepta su rango”. Estos católicos “odian la libertad de pensar, como si el pensamiento pudiera suprimirse y persiguen la cristianización de las masas imponiendo la enseñanza cristiana, como si la religión fuera mera cuestión de catecismo”. Los otros católicos, los personalistas, están convencidos de que “no se trata de vencer, sino de convencer. La historia sangrienta de la Contrarreforma ¿no les dice nada?”. Ya plenamente identificado con el segundo grupo, Pividal cree que la Guerra Civil a puesto las cartas sobre la mesa: “Entre un bando y otro, no estamos dispuesto a optar: si de un lado se matan sacerdotes, que son ministros de Cristo, del otro se matan a los pobres, que también son de Cristo”. Miradas como las de Pividal, al igual que Maritain, eran tachadas de “poco realistas” por buena parte de los defensores de Franco en Argentina. Cesar Pico, ensayando una defensa algo contradictoria de su maestro francés, sostenía que su diferencia con Maritain residía en la colaboración o no con lo movimientos fascistas, dado que el autor de Humanismo Integral, “Se refugia en una actividad dirigida hacia un fin remoto, hacia la futura y nueva cristiandad…”, y aunque confiaba en que ese fin, a la larga sobrevendría, los apremios de las circunstancias, es decir, el avance indefectible de la revolución comunista (y la incapacidad de las democracias occidentales para contenerla) hacía necesaria una decisión inmediata por los movimientos antiliberales, “Porque no hay tiempo que perder”.[17]
Jugando con una audacia a la cual no se atreveía buena parte de su generación, Pividal reformulaba las ideas de Maritain, definiendo los términos del problema del catolicismo frente a la modernidad. Así, podía afirmar que por una paradoja de la interpretación de la realidad, deformada por muchos católicos, “…los roles de la justicia son representados por las máscaras de la iniquidad. Glosado por mi cuenta, pienso que Voltaire nos ha enseñado la tolerancia y el socialismo nos ha mostrado que la condición de proletario es peor que la esclavitud”.
En la misma línea, Pividal repudiaba a aquellos católicos “Que abominan del liberalismo al que cargan con todas las culpas, como el cabrón de los hebreos – sin ver que el liberalismo no tenía porque suplir nuetras carencias, ni nos impedía hacer nuestro trabajo”. Queda en claro entonces, que no todas las oposiciones al liberalismo provenían de la misma fuente, ni llevaban al mismo puerto. Si bien todos los católicos lo rechazaban por principio, los humanistas cristianos cargaban sobre los católicos la responsabilidad de la descristianización de la sociedad, y no esperaban que fuera el Estado, el encargado de instaurar una nueva teocrácia.
Tal vez la paradoja de los últimos posicionamientos de Pividal era la imitación del gesto de los nacionalistas respecto a los movimientos fascistas, pero en un sentido inverso. Así como César Pico afirmaba la necesidad de “cristianizar” a los fascismos, para rescatar su espiritualismo, apaciguando su vertiente “pagana”; Pividal y buena parte de los maritanianos abandonaron la idea de que el catolicismo pudieran representar una “tercera opción”, y apostaron a una evangelización de occidente, basada en un nuevo pacto entre liberalismo y cristianismo.[18]
Maritain modificó su filosofía política desde la condena a la Acción Francesa hasta la publicación de Humanismo Integral, los años de la guerra lo aproximaron a posiciones menos irreductibles con los valores “rescatables” de la sociedad moderna. Pividal fue fiel a ese derrotero hasta el último de sus días, ocurrido en el convulsionado invierno de 1945.[19]
Augusto Durelli o el derecho a la disidencia
La discusión se inició con la publicación del artículo “La unidad de los católicos” de Augusto José Durelli en Sur, la primera de una larga serie de intervenciones que reflejarían el estado de crísis del campo intelectual católico. Durelli era, dentro de ese campo, un participante peculiar. Contaba en 1938 con apenas veintiocho años, pero ya había tenido una larga trayectoria en la militancia universitaria. Desde su ingreso en la facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires había simpatizado con el reformismo, una corriente estigmatizada y combatida desde su orígen por el pensamiento católico, dado su perfil anticlerical. A pesar de ser católico y reformista (dos condiciones que no se verían muy a menudo), Durelli presidió el Centro de Estudiantes de Ingeniería, entre 1931 y 1932. Vivió con particular desazón el interregno de José F. Uriburu, durante el cual, según sus palabras, la universidad había sido vejada “…por medidas de un gobierno dictatorial y de autoridades serviles a ese gobierno”.[20] Durelli quedaría ligado al movimiento estudiantil, como un pilar en la organización de los seguidores de Maritain en el ámbito universitario. El hecho de compartir espacios públicos con sectores muy diversos, propio de la militancia estudiantil, marcará en Durelli, al igual que en otros adherentes al humanismo cristiano, una tendencia cuasí innata a concebir la sociedad como un ámbito necesaria e indefectiblemete pluralista. Luego de sus estudios de grado marchó a París, donde se doctoró en ingeniería en la Sorbona. Su interés por la cuestión social y la política, unidas a su militancia religiosa, lo llevaron a la Universidad Católica de París, donde se doctoraría en Ciencias sociales, políticas y económicas. También en Francia tomaría contacto con el pensamiento del catolicismo personalista, ejerciéndo en él una indisimulable influencia las obras de Mauriac, Mounier, y Maritain.
A poco de regresar al país, encontró al mundo católico imbuído de fervor nacionalista, tal que ni podía, según sus palabras “…volver a uno de los colegios en que me eduqué y al que quiero, porque hasta las reuniones de camaradería de ex-alumnos están presididas por viejos señores que saludan con el brazo levantado y gritan que la guerra española es santa”. Decidió entonces escribir a la revista de Victoria Ocampo, donde ya publicaba, hacía tiempo, Rafael Pividal, el mismo Maritain, y en buena medida, autores nacionales y extranjeros que se identificaban con el personalismo. El artículo que envió estaba acompañado de una nota, que Sur publicaría junto con el primero, en donde Durelli le expresaba a la directora que se dirigía a ella “…casí pidiendo auxilio”, debido a que a su regreso no había encontrado “…un sólo grupo de personas católicas al cual dar mi adhesión”.[21] En el artículo reconocía que el catolicismo argentino estaba profundamente divido, y que fuera de lamentar esa situación y tratar de ocultarla, era preferible “…hacer frente sin hipocresía a las discrepancias que nos separan, analizarlas y sin aumentarlas ni disminuirlas, darles la importancia que realmente tienen”. Durelli sostenía que la Iglesia era esencialmente pluralista, a diferencia de lo que afirmaba el nacionalismo con metáforas militaristas. “Una diferencia esencia entre la Iglesia católica y las varias ‘iglesias’ temporales que han nacido en los últimos tiempos” afirmaba, “tanto las nacionalistas como las comunistas, es que la Iglesia de Cristo (salvo en el dominio extríctamente dogmático) es pluralista, y los fascismos y comunismos son únivocos”. A pesar de esta amplitud, Durelli reconocía que los discursos del Cardenal Gomá y Tomás, tentaban su intolerancia, ya que le era dificil identificar con esas palabras a un buen católico. El prelado, aliado y apoyo de Franco contra la República, había afirmado que la guerra debía ganarse “sin compromisos, sin reconciliación” y que el gobierno nacionalista “no hacía nada sin consultarle ni obedecerle”. Frente a esta prédica, Durelli calificaba esas declaraciones “simplemente de anti-cristianas”. Reconocía, sin embargo, que se trataba de las opiniones de un príncipe de la Iglesia, y por ende, a los simples laicos sólo les quedaba respetarlas, ya que expresaban “…una de las posibles y libres concepciones del cristianismo”.
Como argumento central, Durelli aseguraba que la libertad era el aspecto más importante del mensaje cristiano. Era esa libertad la que permitían que en la Iglesia existieran hombres como Gomá y Tomás, convivendo con Maritain, y “…la prueba más extraordinaria de la libertad que deja a sus hijos, el pluralismo magnífico con que sueña para la humanidad, y de su incuestionable divinidad”. Este sentido de libertad, como derecho individual a expresarse, no era el que utilizaban los sectores nacionalistas. Era sentido común dentro del mundo de ideas católico, que el término libertad se reducía a los derechos de la Iglesia como institución a cumplir su misión en el mundo.
La eclesiología de Durelli desdibujaba las fronteras de la Iglesia, reivindicando un mensaje espiritual que iba más allá de la formal pertenencia o no a la institución; una mirada reñida con la construcción identitaria (y en buena medida intolerante) propia del catolicismo de los años treinta. Sin ser original, este juicio fijaba la esencia del catolicismo en el amor humano. “Allí donde se ama, allí esta Dios” sostenía Durelli, “El señor sabe que en su cuerpo místico hay muchos que no se llamana cristianos y que quizas muchos que se llaman cristianos no están en el. Tal vez la más perfecta interpretación del cristianismo sea aquella que logre acercarse más al amor”.
La contestación llegó de un militante del nacionalismo católico, asociado al grupo que publicaría Nueva Política, Hector Llambías. Más allá de su apoyo a Franco, y de justificar lo que llamaba “Crímenes accidentales, e inevitables hasta en las más generosas cruzadas…”, el título de la nota (“Límites de la libertad en los católicos”) revelaba la intención de cuestionar la concepción de “libertad” que había esgrimido Durelli. A pesar de estar de acuerdo en muchos de los pasajes de su oponente, Llambías le recordaba que no debía “…abusar de la libertad que la Iglesia nos concede”, condenando la disidencia, plegándose a un típico principio del modelo de cristiandad, en el cual los “de afuera” son necesariamente enemigos de la “sana doctrina”, y amenzan una ciudadela incorruptible. “La amplificación desmedida del campo de lo dudoso y de lo libre”, afirmaba, “…tiende a relajar los vínculos entre los católicos y es ocasíonado a los avances de la herejía”. Llambías legitimaba su posición en las declaraciones del episcopado español y del mismo Papa, que en reiteradas ocasíones había mostrado su simpatía por el bando franquista. “…vea ya, a qué enormes extremos nos puede llevar un descuido: se diría que estamos aquí dos muchachos, laicos, casí discutiendo la ortodoxia de un obispo”. Finalmente, Llambías repudiaba la idea de una iglesia invisible, un argumento que Durelli utilizaba para justificar sus contacto espirituales con el mundo no católico (y para publicar en Sur, una revista tachada de agnóstica en el mejor de los casos). La doctrina de “Cristo Rey”, no era para Llambías una mera celebración cargada de retórica, sino un concreto (y necesario) predominio de la Iglesia sobre el poder público, una monarquía que no aceptaba disidencias, que ejercería su potestad sobre las almas y los cuerpos de sus subditos. “Esta doctrina tan delicada y misericordiosa y misteriosa del alma invisible de la Iglesia y de los elegidos que pueden pertenecer a ella por el bautismo del deseo (y no por los buenos sentimientos o el amor a una paz cómoda), no es para que se maneje con ligereza y en medios profanos, abierta o encubiertamente hostiles a la Iglesia Católica”.
La contestación de Durelli se publicó en Criterio, y el texto fue acompañado por una serie de notas escritas por Monseñor Franceschi, que discutían algunas de sus afirmaciones. Durelli reconoce que al principio de la guerra, como la mayor parte del catolicismo había apoyado a Franco y esperaba que fuera el “mal menor”. A poco de andar, había entendido que peor que el comunismo, que en definitiva mataba en nombre del Soviet, eran aquellos que “mataban en nombre de Cristo”. Reafirmaba el derecho de los laicos a la libre opinión, en tanto los juicios de la jerarquía ingresaran en el terreno de lo temporal. Su independencia en el terreno profano, no obedecía al “…espiritu de rebelión, falta de sometimiento al ser, sino porque la jerarquía no es depositaria de esas verdades”. Siguiendo las huellas de Maritain en Humanismo Integral, Durelli rehusaba esa mezcla entre las atribuciones de Dios y del Cesar, rechazando en pleno el principio de instauración estatal de la “nación católica”, negando que el modelo ensayado en España fuera un ejemplo a seguir: “…hay quienes sueñan con una cristiandad en la que el general Franco reciba órdenes del cardenal Gomá; el gobernador de cada provincia reciba órdenes del obispo, y el intenedente y maestro de escuela finalmente, reciban órdenes del cura parroco. Es posible concebir una crsitiandad así. Yo tengo el derecho de rehusarla”. Y así como Llambías habia apoyado su discurso en la doctrina de “Cristo Rey” y en la actitud frente a la guerra del episcopado español y del Papa, Durelli afirmaba su posición en la intelectualidad que había “recristianizado” la cultura francesa. No sólo se afirmaba en Maritain “el más santo, diría yo, el más sabio”, sino también en Mounier, Saint-Simon, Bernanos, Esprit, La Vie Intellectuelle y Sept. Durelli colocaba al catolicismo argentino en una incómoda situación, ya que si bien la hispanidad era el escudo de un grupo no despreciable de nacionalistas (con distintos grados de identificación con la tarea intelectual), Francia seguía siendo el faro de las prácticas del “hombre letrado” católico.[22]
Las notas de Franceschi a la carta de Durelli también deben ser objeto de análisis. En primer lugar, cabe preguntarse por qué el director de Criterio, que representaría a un potente nacionalismo antiliberal, le concedía el “derecho a réplica” a quién estaba tan lejos de sus posiciones. Es imposible dar una respuesta absoluta y determinante. Sabemos que Franceschi, si bien jamas lo hizo público, se arrepentiría de su apoyo a Franco.[23] Pero no son las dudas sobre la legitimidad del movimietno del 19 de julio de 1936 lo que se destaca en sus notas, sino su temor a identificarse en exceso con algunos defensores del franquismo como Llambías. Sin duda, la legitimidad intelectual francesa que reivindicaba Durelli a su favor, era la misma con la que Franceschi hubiera deseado identificarse. De hecho, la eclesiología que esgrimía el oponente de Llambías no se alejaba demasíado de su propia idea de Iglesia, si recordamos que Franceschi fue un firme defensor del modelo de particpación activa del laicado, – bajo el control y asesoramiento de la jerarquía – pero en un modelo que se oponía al catolicismo “fariseo”. Las notas a la carta de Durelli demuestran que Franceschi se percibía como el verdadero conductor intelectual del catolicismo argentino, y esa conducción, que debía ejercerse con la razón y con la ortodoxia, no podía prescindir del consenso: tal vez las actitudes fluctuantes de Franceschi a lo largo de la década se deban a esta impronta. Su noción de conductor intelectual lo obligaba a “apropiarse” de los discursos de distintos sectores del catolicismo, y a rearticularlos en función de sus propios intereses, preservando su posición como “justo” medio de todas las tendencias. Buena parte de sus “contradicciones” obedecen a que su condición de intelectual se mezclaba con su otro rol, el de “pastor de almas”.
Las aclaraciones de Franceschi se resumían en la impugnación a las fuentes de Durelli, señalando que muchos de los crímenes que se le imputaban al bando franquista o las declaraciones de Gomá y Tomás habían sido falseadas por los “rojos”, y los católicos franceses no hacían más que difundir mentiras. Más allá de apoyarse, al igual que Llambías, en la autoridad papal para defender al bando nacionalista, Franceschi tocaba dos puntos clave para comprender los ejes de la constitución del humanismo cristiano entre los intelectuales católicos argentinos. Respeto a la antropología, Franceschi rechazaba que la matanza del pueblo vasco, como afirmaba Maritain y Durelli, haya sido un “sacrilegio”. Si para los humanistas el hombre por su carácter divino era inviolable en libertad e integridad, para Franceschi eran los depósitos sagrados que la Iglesia custodiaba, los únicos objetos plausibles de profanación. Es por eso que sólo los “rojos” merecían esa calificación, al atacar y quemar las iglesias: “…es preciso tener en cuenta que el asesinato de un hombre, para un católico, no puede cotejarse con la profanación de la Hostia consagrada: un acto va contra el hombre, y el otro directamente contra Dios”. De esta idea se desprendía que los derechos de la Iglesia, para Franceschi, eran superiores al los derechos del hombre, en tanto los primeros estuvieran en riesgo.
La contestación final de Llambías llegó en una “Última respuesta”, en la que, apoyándose en la autoridad de Franceschi, reiteraba sus argumentos, agudizando aquellos aspectos que hemos destacado en este apartado: la inexistencia de un espacio de libertad para los creyentes y el rechazo al humanismo personalista, en tanto era una antropología que no podía conciliarse con la doctrina católica, que reivindicaba el reinado de Cristo. “Distingo sí, la Iglesia docente de la Iglesia discente. No ignoro que los laicos somos llamados a participar del apostolado jerárquico de la Iglesia, pero recuerdo que esta participación debe efectuarse dentro del orden tradicional de la Jerarquía y desde luego reconocida ampliamente la autoridad espiritual y paternal de los obispos”. Luego de criticar a Maritain, por considerar que su Humanismo Integral decretaba “el fin de la edad media”, y por ende siginificaba la disminución de la doctrina de Cristo Rey, afirmaba los muros de la cristiandad, cerrándolos a “otros cristianos imprudentes” dispuestos a “colaborar instrumentalmente en la siembra de cizaña ordenada por nuestros ‘amigos’ los comunistas”.
La última carta de Durelli ya no ahondaba sobre los argumentos en torno a la guerra civil, sino que era en buena medida un testimonio de la condición de vida de un católico disidente, en un medio hostil a las voces como la suya, que dudaba de la forma que estaba tomando la “restauración católica”. “Lamento mucho la actitud que Vd. ha tomado”, afirmaba dirigiéndose a Franceschi, “Lo lamento también por Vd.. A pesar de haberme alejado de Vd. hace tiempo, no puedo quererle mal: esas notas están redactadas en una forma tal que hubiera preferido no salieran de su pluma”. La exposición de Durelli, cargada de referencias caritativas hacia sus opositores, reclamaba, una vez más, la vigencia del derecho a la pluralidad dentro del catolicismo. “La jerarquía no ha dicho a nadie de los que piensan como yo que han de estar con Franco o irse de la Iglesia […] Yo no pongo en duda la ortodoxia ni la legitimidad de la posición de los que están en la situación contraria a la mía”. Finalmente, la posición de Durelli reflejaba una visión tal vez mucho más punzante (y que a la larga se revelaría más exacta) de la situación del catolicismo: “…el mundo exterior a nosotros, el mundo no católico, no es un imbécil. Ese mundo mira, observa. Ese mundo se aleja cada vez más de Cristo”. Tocado en un aspecto medular de su discurso social, Franceschi contestó a este último argumento defendiendo la ortodoxia, sosteniendo que, en definitiva, eran los hombres los que existían para Dios y su Iglesia, y no a la inversa. “Lamento su persuación de que el mundo se aleja cada día más de Cristo: hay una obsesión del mal tan peligrosa como un inconsistente optimismo […] no creo que el afán de sacar siempre a la luz las fallas de los cristianos, […] acerque a Cristo muchas almas, pues las palabras de éstos están sirviendo siempre de argumentos contra la Iglesia”
La antropología del personalismo dibujaba un eje transversal que oponía a un número creciente de católicos. En grupos importantes del laicado, esta diferencia orientará “opciones pastorales” que apuntan a distintos objetivos. El personalismo, más proclive a los métodos persuasívos, predisponía a los católicos a conquistar la sociedad, y a cristianizarla en sus valores. Otros sectores, que excedían al nacionalismo, y que concebían, en mayor o menor medida, una naturaleza humana mas corrompible y debil, confíaban sólo en la acción del Estado (o de alguno de sus agentes, como el Ejército) para controlar a una sociedad “amenazada” por el avance del comunismo.
El padre Riesco o la nostalgia por la obediencia
Desde la Guerra Civil española, y la crisis que causó en el campo intelectual, quienes se identifican con el nacionalismo construirían parte de su discurso en clara oposición al humanismo cristiano. Uno de los exponentes típicos de esa corriente, el padre Riesco, refleja en un conjunto de obras un perfil de oposición a la antropología mariteniana. Al igual que Franceschi (pero con menos sutileza), Riesco rechazaba el liberalismo y a la que considera su hija bastarda: la democracia. Manchada por su orígen pecaminoso, Riesco reconocía sin embargo que era plausible de ser bautizada. Pero, visto el grado de concesiones que Riesco exige a la democracia para “cristianizarse”, (en especial, en aspectos que tienen que ver con la soberanía individual), poco quedaría de su sentido originario. Su oposición a los que llama “católicos liberales”, en términos despectivos, se fue acentuando a medida que el conflicto internacional incrementaba la crisis del campo católico local. En 1942, como claro reflejo de esa crisis, reafirmaba que la Iglesia tenía “jefes naturales” y quienes no los reconocían no era más que sedicientes católicos “quienes no sé de donde han recibido el derecho de llevar la representación y la voz del catolicismo para aconsejarnos a los católicos determinadas actitudes”. En definitiva, Riesco combatía la difusión de las “nuevas herejías”, formas alternativas de vehiculizar la fe que emergían en el campo católico. Acompañado de la ineludible sospecha de conspiración, Riesco afirmaba que detrás de la firma “…de un miembro de la Acción Católica se oculta una mentalidad abiertamente masónico – judía”. Tal vez por eso, Maritain fuera la piedra del escándalo desde la publicación de Humanismo Integral. En definitiva, ni “Jacobo Maritain”, como lo llamaba, ni “…ningún católico, por extraordinarios dotes intelectuales que posea, tiene el derecho de atribuirse la representación de la Iglesia”. La referencia reflejaba el temor que aparecía en algunos sectores del catolicismo, frente a la filosofía pluralista de Maritain y la legitimidad que le confería a sus seguidores. Frente a esta postura, Riesco afirmaba que “…ante la patria no debe haber opiniones, y por lo tanto no pueden existir partidos”, y se inclinaba por una salida corporativista, asociada a una antropología que signaba la caída de la naturaleza humana a tal punto, que no le era posible el ejercicio de su soberanía, si no bajo la tutela espiritual de la Iglesia, y física de un Estado que le rinda pleitesía. “Un cristianismo humano es un mito”, terminaba de explicar, “una parodia, una falsedad, una mentira, una nueva religión del liberalismo […] estas desviaciones tiene su origen en la estúpida creencia de la innata bondad humana”. La crisis en la que se encontraba el campo católico, reflejada en el surgimiento de voces “disidentes” como la de Maritain, tenía para Riesco un motivo central: la intelectualización de la religión, la extensa difusión de literatura entre los católicos, expuestos al modelo del “intelectual francés” (un poco snob, desde su perspectiva, como los seguidores de Maritain en la Argentina), y que había terminado de minar las bases de una religiosidad más obediente. “Nuestros padres iban a la Iglesia a orar, y su piedad era más firme. Nosotros vamos a leer, a leer demasíado, y nuestra piedad no tiene vida”. En definitiva, el impulso “desprivatizador” de la intelectualidad católica en los años treinta, que había reposicionado a la religión en la esfera pública, encontraba que los medios de esa penetración en el entramado social se volvian demasíado incontrolables. La “excesiva” reflexión sobre la religión, terminaba causando más problemas, al punto de reivindicar la sociedad decimonónica, que si bien restringía el culto a la vida privada, vivía una fe con menos dudas. Riesco impugnaba la antropología del humanismo cristiano, tachándola de “sentimentalista”, oponiéndose a los derechos humanos que reivindicaba el personalismo, ya que desde su perspectiva, el bien común estaba por sobre cualquier interés particular. “…el pueblo no tiene opinión. El pueblo siente pero no piensa. Su concepción se reduce a las grandes verdades o los errores descomunales”. La función del Estado era la de llenar sus aspiraciones de paz y justicia, de pan y trabajo “únicos problemas que les preocupan y que están a su alcance”.[24]
Reflexiones finales
La diferencia entre los católicos no pasaba por su oposición a la “desprivatización” de la religión, con la cual unos y otros estaban de acuerdo. La diferencia surgía a la hora de definir de qué manera se conformaría una esfera pública, que pudiera vivir con una religión desprivatizada, y que al mismo tiempo fuera un terreno común para la erección de una sociedad pluralista. Frente a este modelo, el llamado nacionalismo católico ofrecía la cristianización del Estado, en una sociedad que restringiera los derechos a los no-católicos, elementos considerados “ajenos” al ser nacional. Los años treinta, más allá de las inclinaciones ideológicas de cada grupo, para el catolicismo fueron un período de transformación en el ritual. La eucaristía ya no alcanzaba, y el verdadero católico debía participar en la esfera pública, en organizaciones identitarias adscriptas a la Iglesia. El resultado no fue la formación un blque monolítico y homogéneo, sino un campo cruzado por multitud de interpretaciones, que dieron orígen a innumerables conflictos. En cualquier caso, los humanistas cristianos no formularon sus opciones políticas y éticas bebiendo de la fuente del liberalismo, sino que esas opciones obedecían a una particular forma de antiliberalismo, asociada a un imaginario religioso desvinculado tanto del nacionalismo, como del secularismo liberal.
* Del libro Pluralismo y Derechos humanos, de Gonzalo F. Fernández y Jorge H. Gentile (compiladores), Alveroni Ediciones, Córdoba, 2007.
** Magíster en Historia. Profesor en la Universidad de San Andrés. Investigador del CONICET.
[1] Casanova, J., Oltre la secolarizzazione. Le religioni alla riconquista della sfera pubblica, Bologna, Il Mulino, 2000.
[2] Véase Zanatta, L., Del Estado Liberal a la Nación Católica: Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo 1939 – 1943, Buenos Aire, UNQ, 1996; Halperín Donghi, T., La Argentina y la tormenta del mundo, Ideas e ideologías entre 1930 y 1945, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003
[3] Pividal., Rafael, El renacimiento del catolicismo en Francia. Contribución al estudio de sus causas, Buenos Aires, F. A. Colombo, 1931, p. 264 –268.
[4] Ibídem, p. 262.
[5] Ibídem, p. 280.
[6] Theobald, C., “Intentos de reconciliación de la modernidad y de la religión en las teologías católicas y protestantes”, Concilium, Nº 244, 1992, p. 962.
[7] Poulat, E., La crisis modernista (Historia, dogma y crítica), Madrid, Taurus, 1974, p. 196-197.
[8] Pividal., Rafael, El renacimiento…Op. Cit., p. 322.
[9] Ibídem, p. 342.
[10] Ibídem, p. 357.
[11] Pividal, Rafael, “Nota sobre un francés dilecto”, Orden Cristiano, nº 73, 15/9/1944, p. 489.
[12] Pividal., Rafael, El renacimiento…Op. Cit., p. 343.
[13] Meinvielle, J., “El Renacimiento del Catolicismo en Francia”, Criterio, Nº 190, 22/10/1931, p. 115.
[14] Ibídem, p. 116.
[15] Maritain, Jacques, Tres Reformadores…Op. Cit., p.15.
[16] Pividal, Rafael, “Orden Cristiano”, Orden Cristiano, Nº 1, 1941.
[17] Pico, C. “Reflexiones sobre la posición política de Maritain”, Criterio, nº 452, 25 de agosto de 1936.
[18] Pico, César, Carta a Jacques Maritain, Buenos Aires, Adsum, 1937.
[19] Maritain afirmaría en 1946: “Cómo mientras escribía no se volvería mi corazón hacia la memoria de aquel cuya muerte cruelmente me afligió, mi querido Rafael Pividal”, en carta de Maritain a Monseñor Franceschi, Criterio, Nº 983, 14/1/1947.
[20] Durelli, Augusto J., Discurso al iniciar y al dar término al período presidencial del Centro de Estudiantes de Ingeniería, Buenos Aires, s/n, 1932, p. 5.
[21] Durelli, Augusto J., “La unidad de los católicos”, Sur, nº 47, agosto de 1938, p. 73.
[22] Loris Zanatta, por el contrario, considera que el conflicto entre Maritain y sus discípulos locales marcó la “emancipación” del movimiento católico argentino. Véase Zanatta, Op. Cit.
[23] Asi lo afirma Jaime Potenze. Véase Zanatta, L., Perón y el mito de la nación católica, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.
[24] Riesco, G., Directivas del pensamiento católico, Buenos Aires, CEPA, 1942.